La denuncia

Había guardado silencio durante dos semanas y media. Cuando aquella mañana se despertó, María supo que debía tomar una serie de complicadas decisiones. La luz comenzaba a entrar por la ventana con una lentitud propia del invierno y no del mes de mayo. Aún recordaba en su infancia, los llantos inexplicables de su madre, el frágil destino de tantas mujeres en un país frío y gris, lleno de grietas, donde la única posibilidad para muchas  de relacionarse con el mundo era ser madre, para poder amar su vida y la de sus vástagos.

Los años habían borrado aquel paisaje de mujeres anónimas y calladas, que soportaban todo: los golpes, las humillaciones, la indiferencia de una sociedad brutalmente machista. Ahora que todo era distinto, ahora que por fin en el siglo XXI, al menos las mujeres que vivían en este país, se habían sacudido tantos complejos, y  que por fin, habían conseguido vivir de su propio esfuerzo y con su propia libertad, algunos datos incontestables contradecían esta realidad.

En las últimas veinticuatro horas, habían fallecido tres mujeres a manos de sus maridos, ex maridos, novios, ex novios,  cuñados o lo que fueran. Y lo más curioso de todo, es que en casi todos los casos no había habido ninguna denuncia de antemano. Como si la violencia hubiera irrumpido inexplicablemente en su entorno más próximo, con una espontaneidad salvaje y gratuita. Como si esos cuchillos y armas que habían segado la vida de esas mujeres, los hubieran empuñado fantasmas venidos de otro mundo.

Pero María supo, al escuchar estas noticias por la radio, que esto no era verdad. Que lo que nos ocurre, a muchas de nosotras, es que no podemos ver, recordar esos pequeños gestos de una tarde cualquiera, esa mirada de censura ante una opinión nuestra, o ese sentimiento de propiedad que se les escapa a algunos hombres cuando hablan de nosotras.  Por ello, cuando visualizó de nuevo el manotazo en su rostro, a plena luz del día y en una calle del centro de su ciudad, sintió como si un rayo cruzara toda su espina dorsal. Un golpe que no podía paralizarla, abandonarla  sin respuesta alguna. Supo con la certeza del dolor,  que para salvarse nada más le quedaba una salida. 

 

Escrito por: Silvia Fernández Bernárdez